Imagine a un ser de color azul y del tamaño de todos los animales del mundo, incluso de aquellos cuyo paso se encuentra extinto. Este individuo no tiene un origen ni un hermano y comenzó su vida sobre una inmensa roca llana, que hoy en día se trata del suelo que estamos pisando en este momento.
Un día el gigante despertó de repente y miró que su único acompañante ese día era el horizonte, se levantó de su sorpresivo lecho, provocando al mismo tiempo un sismo que retumbó en cada protuberancia rocosa. Consternado por su soledad condujo sus eternos podos que simultáneamente creaban el relieve en las rocas y se formaban montañas y cerros. Los valles eran las huellas de sus pasos. Incluso cuando tenía un poco de imaginación moldeaba los cerros con las figuras que su mente le regalaba.
El triste gigante posaba su visión y fijaba su dirección sobre aparentemente la nada. En busca de un hermano dejando atrás moldeada la geografía de la tierra. En uno de sus momentos de desvelo y nostalgia estuvo en el polo norte admirando la eternidad de la aurora boreal, lloró profundamente por primera vez. Su llanto bastó para dejar algunos charcos de lagrimas saladas los cuales ahora son nuestros océanos.
Hubo días que por su furia separó las rocas que ya había pisado de las otras que no, en total fueron unos 5 o 6 trozos gigantes de macizo. Comenzó de repente a precipitar agua desde el cielo, sin sal, y comenzaron a formarse ríos caudalosos y los lagos del mundo. Poco tiempo después empezaron a crecer las plantas.
Las plantas eran seres frágiles y mágicos, emitían un verde brillante, aromas estupefacientes y coloridas flores. El gigante quiso hablar con ellas, sin embargo, las flores no mostraron simpatía alguna con el gigante. Ellas solo hablaban entre sí acerca de lo complaciente que es el agua y de la belleza del sol, y reían.
Un día, el gigante se sentó en uno de los lugares más muertos, y vivos a la vez, del mundo. Observó y se comentó a si mismo, que este no era el mismo mundo que el conoció cuando llegó pero que él seguía siendo el mismo triste que buscaba algún hermano, nada había cambiado y difícilmente lo haría, ya que ya había recorrido el mundo varias docenas de veces.
Con los ojos cristalinos viró hacia el este y vio por primera vez su fantástica creación, el océano. Miró las olas y sintió la brisa, estaba de pie frente al mar con una sonrisa. Decidió entrar al mar, corriendo. Mientras se adentraba en el profundo se le fugaban destellos acelerados por la cabeza, sonriente. De pronto en todas las partes del mundo aparecían las hormigas, los escarabajos, los osos, las aves y todos los demás, poco a poco. El gigante se hacía menos inmenso, mientras más profundo iba y mientras más corría.
Un momento, se detuvo secamente. Y en el alba dudó, al destello verde que antecede a Apolo volteó al continente y regresó al este, siguió con su paso y emergió de su cabeza el destello más imponente y complejo, tímido pero majestuoso. Un alma dotada de voluntades y pasiones, la del hombre. Y se dispersó por el planeta.
Finalmente, el gigante ahora tenía la forma y la talla de una gran ballena azul. Esta flotó por el aire por última vez y se adentró en el océano junto al primer sol y olvidó su pasado.